Entrevista a Agustín Ibarrola por Iñaki Esteban‏

Agustín Ibarrola se mueve ágil por el estudio habilitado en su caserío de Oma, en Kortezubi, y dice que su receta para tener ese brío a los 80 años consiste en trabajar. Él lo hace en lo que le gusta, aunque ser artista no le ha resultado fácil. A los once años tuvo que dejar la escuela y encontró un empleo ayudando en un caserío. En París se empapó del ambiente artístico de la ciudad, pero también descargó camiones. Estuvo dos veces encarcelado en el franquismo y sigue amenazado por ETA en la democracia. Él sabe muy bien lo que ha hecho en estas ocho décadas, y sí, ha habido lucha política pero también una larga carrera artística que sigue en movimiento. Hoy es su cumpleaños, y también el de su mujer, Mari Luz Bellido. Y lo quieren celebrar. Por el arte pasado y por el que está por venir.

- ¿Cómo descubrió su vocación?

- Cuando trabajaba en el caserío sólo tenía tres horas libres los domingos, y como no me daba tiempo a salir lejos, subía al monte, cogía tejas blandas y con ellas dibujaba en las rocas animales y todo lo que se me ocurría. Luego, a los 14 años, entré en una zapatería industrial en Bilbao, empecé a ver exposiciones y enseguida me puse a pintar en unos grandes lienzos que me hacía mi madre cosiendo retales. Un pinche de la fábrica hacía rifas con mis cuadros y así me podía costear el material. A los 18, tuve mi primera exposición.

- Así que no le costó mucho empezar a mostrar su obra.

- Había una sala que se llamaba Studio, a la que solía ir a dar la lata, pero me veían tan aldeano que no me hacían ni caso. Les insistí en que era un artista moderno y al final me dijeron que les llevara mi obra. Les gustó, montaron la exposición y me dieron una beca para estudiar en Madrid con Daniel Vázquez Díaz. Como sólo había estudiado hasta los once años, no podía seguir una educación formal. Fue la mejor solución, aprendí mucho con el maestro, me trató con mucho cariño y siempre me dio su apoyo.

- ¿Le gustaba ese pintor?

- Había visto muchas veces sus cuadros en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Me fijaba mucho en su obra y en la de Aurelio Arteta. Veía en ellos una interpretación del cubismo con la que me sentía muy afín.

- Después, a principios de los cincuenta, se encontró con Oteiza.

- Venía del extranjero, sabía lo que se estaba haciendo en el arte moderno. Durante el franquismo no teníamos información y él nos la trajo y nos influyó. Nos enseñó la obra de Henry Moore, aunque él siempre ponía mucho énfasis en lo vasco, como todos sabemos.

- Usted también, ¿no?

- Sí, pero yo necesitaba trazar todo el recorrido de las vanguardias, desde el simbolismo al arte abstracto, y como aquí no podía hacerlo me fui a París. No me gustaba el localismo de algunos creadores vascos, y la vida en España era muy miserable para un artista. Llegaron a meterme en el calabozo, cuando hacía la mili en Loiola, por hacer unas declaraciones en las que alababa la capilla de Ronchamp, construida por Le Corbusier, hecha por una persona que no era creyente y muy propicia para los que sí lo eran. Alguno debió de ver en esta idea una provocación. Fue la primera vez que probé la represión.

El triunfo en París

- ¿Qué encontró en París?

- Fui con una mochila en 1956, en auto-stop y sin saber una palabra de francés. Allí me encontré con la necesidad de sobrevivir. Tiré de carretilla, moví bultos en las estaciones de tren, fui pintor de brocha gorda y también trabajé mucho en el mercado de Les Halles. Te ponías allí de noche con los brazos cruzados, llegaban los camiones y te cogían para descargar, media vaca o lo que fuera.

- ¿Le quedaba tiempo para el arte?

- Un mes de trabajo te daba para sobrevivir dos meses más. La ciudad era muy potente. En ella habían crecido todos nuestros héroes, Gauguin, Picasso, los surrealistas...

- Allí conoció a los españoles con los que fundaría Equipo 57.

- Tuvimos mucha suerte. Expusimos en un café y a los dos días recibimos una carta de la galería Denise René, justo la que nos interesaba. Nos invitó a exponer nuestra obra, incluido el manifiesto en el que nos posicionábamos contra las galerías. Fue el sueño de los jóvenes que triunfaban en París.

- ¿Por qué alternó luego la obra abstracta con otra más figurativa, en la que reflejaba la lucha obrera y la represión franquista?

- Había que levantar ese testimonio artístico de la España sin libertad, y sí, creo que ese periodo en el movimiento Estampa Popular fue importante, aunque lo tuve que pagar. Como yo era comunista, me asociaban con el arte soviético. Era todo lo contrario. Los artistas soviéticos alababan al poder, nosotros lo denunciábamos. Te catalogaban ideológicamente y a partir de ahí estabas perdido. Es una espina que siempre he tenido clavada.

- La del artista político.

- A mí me han llamado de todo. Yo me considero artista y ciudadano. A mis 80 años sé lo que hecho, o cuál es mi entidad, pero mucha gente se ha empeñado en ponerme todos los adjetivos que le ha dado la gana. He vivido muy malos momentos y solo los he superado trabajando y trabajando.

- Una vez encarrilada la Transición hace un arte muy ligado a la naturaleza, justo cuando compra el caserío en Oma. ¿Quizá porque ya no sentía la necesidad de la denuncia?

- Mi padre era obrero, mis hermanos también y yo lo fui hasta los 18 años. La lucha por la libertad, en la fábrica, en el plano artístico, al lado de las víctimas del terrorismo, es inseparable de mi obra, pero yo creo que no la agota ni mucho menos. En todo caso, ese vínculo con lo natural surge también de otra circunstancia: la pobreza. Muchas veces he utilizado el material que tenía a mano, piedras, maderas, sabiendo que vendría el mal tiempo, que crecería la maleza, que taparía la obra. Pero yo no podía dejar de crear, o de recrear la historia creativa del ser humano con el uso de esos materiales.

- Ahora está trabajando en cuadros grandes y coloristas.

- Tengo mucha ilusión por hacer cosas nuevas. No quisiera repetirme, precisamente en mi vejez. Ahora tendría que ser más libre que nunca.

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