El tribunal de la historia por Arcadi Espada

Artículo de Arcadi Espada sobe las reacciones políticas a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. Centrándose en las fantasías de Zapatero y Montilla.

Montilla, un demócrata: Te preguntarás si entre las mentiras de la gran semana pueden contarse las de don José Montilla. Sus palabras de aquella tarde: «Nos hemos sentido maltratados en este proceso pero, ahora, en ningún caso nos sentimos vencidos. Todo lo contrario. No hay tribunal que pueda juzgar ni nuestros sentimientos ni nuestra voluntad. Somos una nación.»


ARTÍCULO:

Querido J:

Hemos tenido una gran semana de mentiras. Culminaron con la apoteósica confesión del presidente del Gobierno: «El objetivo se ha cumplido.» Nuestro comentarista Sinova empezaba ayer su columna con estas palabras sobre la apoteósica: «El argumento que ha divulgado el Gobierno tras la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña niega la realidad.» Sinova es como nosotros: un hombre mayor. Él es del tiempo clásico en que las palabras tenían un autor, un significante y un significado. Hoy el autor lo es todo. Veamos los hechos, a lo Sinova. El Tribunal Constitucional ha impugnado 41 artículos del Estatuto. Afectan a cuestiones importantes como el bilingüismo, la justicia, las cajas de ahorro, o el reparto de la inversión. Todas las correcciones están guiadas por un doble objetivo: limitar la discriminación entre ciudadanos españoles e impedir el desarrollo en Cataluña de un Estado propio.

Desde una perspectiva constitucional lo que cabe reprochar a la sentencia es su tardanza, que ha contribuido a la degradación del sistema político y que, aliada con la irresponsabilidad manifiesta de la Generalitat (gobierno y Parlamento), ha permitido un desarrollo legislativo que ahora deberá ser pesadamente revisado. Pero no se le puede exigir a la sentencia que corrija lo que de ella no depende. Por ejemplo, el asunto de la nación catalana. La ridícula noticia que los legisladores catalanes incluyeron en el preámbulo del Estatuto (toda nación legisla a partir de esa condición, sin más preámbulos) no tenía tratamiento jurídico fácil: a pesar de ello la sentencia se esfuerza en darle al término nación el sentido constitucional (bien peculiar, es cierto) de nacionalidad. En segundo lugar está la Lengua. He leído que las correcciones del Constitucional no van a impedir los planes lingüísticos de los nacionalistas. Por supuesto que no. Esos planes lingüísticos (el catalán como lengua vehicular, las sanciones lingüísticas a los comercios y las cuotas del doblaje) no sólo se hicieron con el Estatuto de 1979. Se hicieron con la Constitución. Más de una vez el Constitucional ha validado el modelo lingüístico catalán. Los cambios del nuevo Estatuto perseguían hacer del catalán «lengua preferente» de la Administración y a exigir su uso a los jueces destinados en Cataluña. La sentencia los ha derogado.

El presidente del Gobierno ha sufrido una grave derrota política con la sentencia. El Estatuto no fue obra, tan sólo, de los legisladores catalanes; tuvo el apoyo de la mayoría socialista, incluido el presidente de la Comisión Constitucional, Alfonso Guerra, que tanto celebra ahora, como el peculiar ministro Caamaño, sus errores de apreciación. Una y otra vez durante estos cuatro años el eco socialista repetía que el Estatuto era plenamente constitucional. No lo ha sido. En absoluto. La tramitación de la reforma estatutaria ha ido a parar al mismo pozo negro de la negociación con ETA o la gestión de la crisis económica, es decir, los otros dos grandes ejemplos del enfrentamiento entre el adánico presidente y la realidad. Ahora bien: si el presidente se atreve a convertir su nuevo desastre en un objetivo cumplido no es, tan sólo, por su cinismo naïf o su alienación congénita. Le ha facilitado la tarea aquella parte de la opinión periódica claramente desengañada porque la sentencia no derogaba Cataluña y la circunspecta (por electoralista) reacción del único y gran vencedor del proceso, es decir, el Partido Popular: como los niños y los expresidentes son los únicos que dicen la verdad ha tenido que ser José María Aznar el miembro de la oposición que se haya referido a lo obvio: «Por fortuna, el Tribunal Constitucional ha rechazado la idea de que la Constitución expresa el deseo de la nación española de poner fin a su propia existencia».

Te preguntarás si entre las mentiras de la gran semana pueden contarse las de don José Montilla. Sus palabras de aquella tarde: «Nos hemos sentido maltratados en este proceso pero, ahora, en ningún caso nos sentimos vencidos. Todo lo contrario. No hay tribunal que pueda juzgar ni nuestros sentimientos ni nuestra voluntad. Somos una nación.» Fascistas, sí. Técnicamente fascistas. La señora Cospedal tiene razón, aunque ella fue algo más suave: «Muy fascista», dijo, atribuyéndole, benevólamente, gradación al fascismo. Voy a lo técnico. Apunta y fuego: «No son ustedes, señores, quienes nos juzgan. Esta sentencia la dicta el eterno Tribunal de la Historia. Ese tribunal nos juzgará, al jefe supremo del antiguo ejército, sus oficiales y soldados, como alemanes que sólo querían lo mejor para su pueblo y su patria, que querían luchar y morir. Pueden declaramos culpables un millar de veces, pero la Diosa del eterno Tribunal de la Historia sonreirá y romperá en pedazos la sentencia de este tribunal. Porque ella nos absuelve.» Hitler, el 27 de marzo de 1934 1924, ante el tribunal de Munich. De paso aprenderás quién absolvió a Fidel Castro.

Pero don José Montilla no miente. Es inútil tratar de encarar con la verdad cualquier cosa que haya dicho en estos últimos cuatro años. Corre una caracterización de don José Montilla como converso. Es muy ingenua. ¡Converso! Eso significaría creer y haber creído. Todo lo que ha hecho don José Montilla está orientado a ganarse día a día a Esquerra Republicana de Cataluña y conseguir que no cambie por Convergència su actual alianza de gobierno. Esa manifestación, un sábado de julio y de Mundial, por ejemplo. Dadas las defecciones de Carmen Chacón, Javier Sardà y Joan Manuel Serrat el único socialista que asistirá a ella es don José Montilla. ¡Desde luego! Pero qué le importará a don José Montilla encabezar una manifestación independentista. ¡Como si él hubiese convocado una manifestación para el pueblo! El sólo ha convocado al consejo de administración del tripartito. Y ya se verá. En cuanto a Esquerra todo depende, como en los 30, del caviar.

Los años 30. El pasado. No pienses que don José está absorto en esa épica. Es cierto que muchos rasgos de la grotesca Cataluña que abandonaste pueden explicarse sólo por el peso del pasado. Esos fantasmas (no sólo políticos, también periodistas y demás ralea) que vagan por el escenario sin un seis de octubre que llevarse a la boca, sin una quema de conventos, sin una maldita guerra civil, sin hechos de mayo, ni de junio, ni de diciembre; con la jubilación a la vista y sin más adoquín levantado que el de su cabeza, sin más Cu-cut que el que les da la vaina cada mañana en sus chalecitos adosados. Pero don José nada sabe de esto ni le importa. La decantación hitleriana debió de proponérsela un Enric Marín i Tresserras, fantasmal experto en comunicación social. Don José es otra cosa. Se quejaba el otro día Duran Lleida de que un presentador de televisión cobre más que él. Ese es el verdadero elemento de comparación. ¡Quia Companys! Don Carlos Sobera. Épicas, habiendo tele y caviar.

Don José no miente. Que nunca la misma mentira se oyó decir que mintió.

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