Cartas de doble filo por Arturo Pérez-Reverte

Don Arturo y sus admiradores transformados en monstruos.

Destaco:

Pero de todas las cartas recibidas últimamente, mi predilecta es la de una señora, de letra y prosa en apariencia respetables, que pasó de asegurar el pasado enero: «Leo todo lo tuyo desde hace años, como mi familia, y agradezco que tus novelas nos descubran mundos complejos tan insospechados» a escribir, en abril: «Veo que no merecemos de ti una respuesta. Quédate en tu atalaya de soberbia con el último libro, que no pienso comprar. No esperaba otra cosa de un escritor mediocre al que, desde luego, no volveré a leer en mi vida».


ARTÍCULO:

Hay una clase de enemigos contumaces, profesionales, que terminan saliéndole a cualquiera que aparezca en público con su rostro o su firma. Internet, sobre todo, con la facilidad que ofrece para el escupitajo de bilis, el insulto y la calumnia desde la impunidad del anonimato, es territorio favorable a esa clase de gente, que despliega allí un esfuerzo y constancia admirables. Lo pintoresco es que buena parte de tales odios desaforados no tiene justificación racional, sino que responde a filias y fobias íntimas, complejos inconfesables, envidias, rechazos y turbios agravios que a veces ni el agresor, al límite mismo de la apoplejía, justifica de modo coherente.

Pero hay una categoría aún más radical: la del converso que antes amó. Incluye a quienes durante cierto tiempo siguieron a alguien con pasión o interés y que, por alguna causa, se han visto defraudados en sus expectativas. Según sea cada uno, el entusiasmo con que antes aplaudía a la persona admirada puede tornarse rencor y ganas de venganza. Algunos casos llegan a lo patológico: a John Lennon, por ejemplo, se lo cargó un admirador despechado, bang, bang, al que había negado un autógrafo. Otros casos son sólo disparatados, o grotescos.

Parte de los odios suscitados por escritores se debe a cartas no respondidas; quizá porque hay quien piensa que a un profesional le sobra tiempo para escribir de todo, y sin esfuerzo. De poco sirve, en mi caso por ejemplo, haber repetido en esta misma página que es imposible atender seiscientos correos electrónicos y cartas cada mes. Que leo cuanto llega, pero cuando puedo. Y que me es imposible mantener correspondencia. Quien eche cuentas comprenderá que si uno dedicara cinco minutos a cada respuesta, debería emplear, sólo en eso, cincuenta horas mensuales que son necesarias para otras cosas. Para escribir novelas y estos artículos, por ejemplo. Para relajarte un rato viendo una película, o para pensar en tus propios asuntos. O para lo que te salga del cimbel.

A pesar de tan razonable justificación, hay quienes no la terminan de encajar. Animados por su condición de lectores y admiradores, envían manuscritos de poesía o novelas inéditas pidiendo una opinión o un consejo. Incluso, ayuda para publicar. Y al no recibir respuesta –algunos, al no recibirla en el acto–, envían cartas destempladas porque no les concediste el tiempo y la atención que creen merecer, y que sin duda merecen. Recuerdo un correo electrónico reciente, de extrema impertinencia, donde alguien que antes me había sugerido asunto para un artículo, relacionado con un problema familiar suyo, me insultaba por «no haber tenido la coherencia moral de ocuparte de eso y por no mojarte».

A veces, por trabajo y viajes, el correo se acumula. El de XLSemanal, por ejemplo, postal y electrónico, me lo hago enviar a casa en paquetes cada mes y medio, aproximadamente, para dedicar un día entero a su lectura. Luego voy contestando lo que puedo: lo urgente o imprescindible. Se da entonces la circunstancia de que, en ocasiones, leo la carta despechada antes de la que, al no ser respondida, motivó el despecho. Paso así del insulto, «eres un prepotente y un chulo y tus novelas son una mierda y te va a leer tu puta madre» –el tuteo y la renuncia a leerme en el futuro son característicos de segundas misivas–, cuya causa no comprendo todavía, a buscar la primera carta, leerla y comprobar que el ofendido, u ofendida, me había mandado antes un manuscrito de quinientas páginas que tengo apilado con otros treinta –ninguno de ellos solicitado–, o elogiaba mi último libro en términos entusiastas, o me invitaba a tomar un café, o a dar una conferencia, o pedía un consejo para su hija que escribe cuentos o quiere estudiar Periodismo.

Ahí, los escritores que se creen menospreciados son temibles: odian como nadie, a simple espacio y por las dos caras del folio. También están los lectores gremiales con poco sentido de la perspectiva: seguidores tuyos desde hace años, que incluso escribieron alguna vez elogiando tal o cual artículo –«dales caña y que se jodan, Reverte»–, y que un día, cuando les toca a ellos o creen verse aludidos de refilón, ya no ven tan claro lo de la caña, y descubren que eres un arrogante y un facha. Pero de todas las cartas recibidas últimamente, mi predilecta es la de una señora, de letra y prosa en apariencia respetables, que pasó de asegurar el pasado enero: «Leo todo lo tuyo desde hace años, como mi familia, y agradezco que tus novelas nos descubran mundos complejos tan insospechados» a escribir, en abril: «Veo que no merecemos de ti una respuesta. Quédate en tu atalaya de soberbia con el último libro, que no pienso comprar. No esperaba otra cosa de un escritor mediocre al que, desde luego, no volveré a leer en mi vida».

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